El boticario – Capítulo 1

El lugar estaba oscuro y húmedo. En el silencio se oía la respiración de los otros reclusos, y un ronquido intermitente. Afuera, aún caían goterones por la lluvia reciente.

Le dolía terriblemente la cabeza. Eran los efectos del alcohol que había bebido la noche anterior. No recordaba bien por qué empezó la pelea, ya que sus recuerdos parecían haber sido recortados y revueltos, pero sí sabía que había golpeado fuertemente a sus oponentes porque tenía la piel de los nudillos rasmillada. También sabía que había vomitado en los zapatos del jefe de policía, porque aún le dolía la mandíbula por la patada que recibió, y en su boca se mezclaban el sabor de la sangre con uno más ácido.

De pronto se sintió un chirrido. El jefe de policía apareció acompañado de un sacerdote y dos guardias.

–¡Gabriel Zúñiga Rain!–gritó uno de los guardias

–¡Buscan a Gabriel Zúñiga Rain!— repitió.

Como pudo, se puso en pie acercándose a la reja.

–¡Soy yo!

–Padre, ¿es él?–preguntó el jefe de policía.

El sacerdote se acercó a Gabriel. Vio a un hombre joven de complexión y estatura medias. Su cabello oscuro y enmarañado caía un poco cubriendo parcialmente sus ojos, los que lo miraban fijamente, con una mirada penetrante.

–Sin lugar a dudas–respondió con una sonrisa.

–¡Guardias! ¡Liberen a ese reo!–les dijo el jefe de policía.

Mientras los guardias abrían la reja y sacaban al supuesto Gabriel Zúñiga, otro de los reos gritó.

–¿Y nosotros?

–Si tienen el dinero suficiente para la fianza, podrán salir–les respondió el jefe–. De todos modos, creo que aquí están mejor que afuera–agregó riéndose, mientras miraba a los guardias, que rieron a coro con él.

–Una cadena con una piedra extraña, un bolso con botellitas extrañas, un libro gordo, un par de paquetes con hierbas, un sombrero, una navaja pequeña y un poncho–el guardia procedió a guardar la mayor cantidad de cosas en el bolso–. Eso es todo lo que tenemos registrado en el ingreso, jefe.

–Señor Zúñiga, ¿es todo lo que andaba trayendo?–preguntó el jefe.

–Eeh, sí. Aunque estaba seguro de llevar algo de dinero- respondió Gabriel.

Los guardias miraron al jefe de policía, y este miró al sacerdote, quien sólo sonrió.

–Bueno, señor Zúñiga, ese dinero sirvió como parte de pago para su fianza–le contestó el jefe. Ante la mirada severa de Gabriel agregó carraspeando– El padre lo indicó.

Gabriel miró al sacerdote de reojo, pero no dijo ninguna cosa.

–Muchas gracias por todo– dijo el sacerdote mirando a los tres policias.

–No es nada, padrecito– respondió el jefe de policia, dando un paso adelante, tras lo cual agregó mirando hacia el lado y juntando sus manos-. Aunque si quisiera hacer algo, le pediría si puede darle la bendición a esta cruz que será para mi hijo que nacerá pronto.

–Por supuesto– dijo el sacerdote, acercándose con la mano levemente en alto para dar la bendición.

Gabriel miró con fastidio, y tomando sus cosas sin decir palabra, salió del lugar.

A los minutos de salir, sintió la puerta cerrándose y unos pasos que se acercaban donde estaba él.

–Gabriel Zúñiga, farmacéutico, ¿no?– Al girar parcialmente la cabeza observó tras suyo a un hombre alto y delgado, que le sonreía apaciblemente: era el sacerdote que lo había sacado del calabozo.

–El padre parece estar bastante seguro de que lo soy– le contestó secamente.

El sacerdote empezó a reirse a carcajadas.

–Me habían dicho que eras algo cascarrabias, pero no que fueras tan divertido.

Gabriel terminó por mirarlo de frente con el ceño fruncido y los brazos cruzados.

–¿Qué es lo que quiere?

–Lo siento, lo siento, mi culpa, no me iré con más rodeos. Soy Alfonso Fontecilla, sacerdote jesuita, un gusto– le contestó el sacerdote, estirando la mano en son de saludo.

Gabriel miró algo desconfiado unos segundos, tras lo cual decidió estrechar la mano de Alfonso.

–Bueno, ya sabe mi nombre y ocupación. Por mientras no puedo decir si es un gusto conocerlo o no.

Alfonso volvió a estallar en carcajadas.

–Es un hombre sincero, y de respuesta rápidas, me agrada.

–Creáme que no lo estoy intentando– respondió Gabriel algo impaciente.

–Mejor aún, eso dice que no es un hombre adulado– -se mantuvo sonriendo Alfonso.

–¿Me dirá de una vez por todas qué es lo que quiere de mí?– casi escupió Gabriel.

–Claro, discúlpeme– dijo Alfonso mientras sacaba un papel del morral que andaba trayendo–. Esto llegó hace un par de meses. No sabemos cómo estarán las condiciones actualmente, pero de todas formas me pidieron desde la Compañía que lo ubicara a usted para que fuéramos al pueblo a prestar ayuda.

Alfonso le entregó el papel a Gabriel.

Era una carta cuyo papel se veía algo desgastado, probablemente por el tiempo que tenía y por la veces que debe haber sido tomado y leído. Aún así, la letra aún estaba clara, y presentaba una caligrafía bastante legible. El remitente era el médico de un pueblo ubicado un poco más al sur, y solicitaba ayuda ante la ocurrencia de sucesos que no tenían alguna explicación lógica. Varios individuos previamente sanos, habían caído gravemente enfermos, y en cuyos cuerpos se observan pequeños cortes o ulceraciones; además del avistamiento en un bosque cercano de criaturas que parecían animales, pero que caminaban en dos patas.

–Claro, y me quieren a mí, porque todo esto huele a presencia de brujos– dijo Gabriel en voz baja, más para sí mismo que para Alfonso.

–Así es– le respondió Alfonso, muy cerca de él.

Gabriel saltó hacia un lado, algo sorprendido por la cercanía.

–¿Usted sabe bien qué soy?– preguntó algo incrédulo.

–Es Gabriel Zúñiga Raín, 25 años, farmacéutico formado en la Universidad de Chile. Nacido en Dalcahue, Chiloé, hijo de Rafael Zúñiga y Guacolda Raín– contestó Alfonso, como si fuera un alumno contestándole a su profesor.

–Si lo envían de la Compañía, es de esperar que sepa algunos datos sobre mí, pero no es a eso a lo que me refiero– contesto Gabriel.

–Sé a lo que se refiere, y dada la situación a la que hipotéticamente nos estamos enfrentando, está claro que debo saberlo– le respondió con un tono más serio que con el que había hablado antes, agregando luego de una pequeña pausa y con una sonrisa cálida–. Pero lo único importante es que usted es un hijo de Dios, igual a mí y que ha permitido que la Gracia de Él lo convierta. Y por supuesto, que lo necesitamos en este momento.

Gabriel no podía creer que aquel sacerdote permaneciera tan impávido ante él, sabiendo la verdad. Si bien él había recibido ayuda de los jesuitas, y ahora se estaba dedicando a devolverles la mano mientras se esforzaba en hacer el bien, siempre fue tratado con recelo, dada su condición. De todos modos, siendo consciente de todo el sufrimiento que causó a sus seres queridos, no creía merecer un mejor trato, más que el que se le entrega a un pordiosero al darle una moneda.

Pero en este caso, le estaba dando a entender que eran iguales.

Estaba desconcertado. Aún así, trató de no dar a conocer sus emociones. Su pasado le había enseñado a desconfiar.

–Bueno, siendo ese el caso, no es como que pueda negarme a acompañarlo– respondió finalmente.

–Pero siempre es mejor cuando se acude de buena voluntad, ¿no lo cree?– replicó Alfonso.

No le respondió, pero por primera vez en mucho tiempo esbozó una pequeña sonrisa. Este sacerdote era un hueso difícil de roer; no se amilanaba ante su mal carácter ni su condición. Era como esas personas que siempre sonríen e  irradian positivismo, o al menos lo aparentaba.

–¿Y cuál es el plan?– preguntó Gabriel tras leer por completo nuevamente la carta.

–Como debe haber leído, quien solicita la ayuda es el médico del pueblo. Es un hombre maduro, a quien el aumento de pacientes le está pasando un poco la cuenta. Si bien usted no es médico, como farmacéutico puede prestarle ayuda con el tratamiento que requieran los afectados– Alfonso carraspeó un poco y luego agregó–. Por supuesto que eso será el motivo para la mayoría, porque el objetivo principal es descubrir qué o quién está detrás y tratar a las personas que han sido afectadas y a las que la medicina tradicional no ha logrado curar. 

–Entonces lo mejor es que partamos lo más pronto posible. Debo pasar a la pensión donde me estoy hospedando a buscar el resto de mis pertenencias– comenzó a caminar Gabriel.

–Creo que dada su condición, lo mejor es que aproveche de descansar por esta noche y mañana nos encontremos a las 7 de la mañana fuera de la iglesia que está frente a la plaza– respondió Alfonso, caminando a su lado.

Y tras este acuerdo, ambos se separaron. Gabriel aprovechó para asearse bien y descansar. Alfonso en tanto se dedicó a escribir cartas tanto a la Compañía como al doctor Arrieta, el médico que solicitó la ayuda, informando de la respuesta positiva por parte de Gabriel, y del inicio del viaje.

Al otro día, tras encontrarse, se dirigieron a la estación de trenes. Desde allí viajaron por cinco horas hasta el lugar donde harían transbordo al tren que los llevaría a su destino.

Tras dos horas más de viaje, llegaron finalmente al pueblo. Y con unas pocas indicaciones pudieron encontrar la casa del doctor Arrieta.

Al tocar la puerta, les salió al encuentro una mujer de aspecto sencillo, con algunas hebras de pelo blanco ya asomando en sus sienes.

–Buenas tardes dama, ¿es esta la casa del doctor Arrieta?– preguntó Alfonso.

–Sí, señor. Pero el patrón no se encuentra en este momento– respondió la mujer mirándolos de arriba a abajo.

De pronto se escucharon unos pasos rápidos de fondo.

–¡Imelda! ¿Qué pasa?– era la voz de una mujer joven que cada vez se escuchó más de cerca.

–Señorita, hay un curita y un caballero buscando al patrón– dijo la mujer mayor mirando hacia atrás a su derecha.

–¿Un sacerdote? ¿Serán más pacientes? Bueno, déjemelo a mí– le contestó la más joven mientras aparecía ante ellos, abriendo más la puerta.

Era efectivamente una joven, no mayor de 20 años. Tenía rasgos delicados, pero en su rostro aún se veía un deje de la redondez que tienen las niñas. Vestía sencilla, pero elegante; aún así traía en sus manos unos guantes, como si hubiera estado trabajando en algo.

Al sentirse observada por ambos hombres no pudo evitar sonrojarse un poco, lo que aumentó su encanto. Aún así, mantuvo su postura firme.

–Buenas tardes caballeros, ¿puedo ayudarlos en algo?

–Buenas tardes señorita– contestó Alfonso– buscamos al doctor Arrieta.

–¿Necesitan que vea a algún paciente? Porque mi padre no está en este momento, aunque debería regresar pronto.

Tanto Gabriel como Alfonso se miraron por un breve segundo, tras el cual volvió a hablar Alfonso.

–Disculpe nuestra descortesía, no nos hemos presentado. Mi nombre es Alfonso Fontecilla, sacerdote jesuita, y este joven a mi lado– señaló a Gabriel– es Gabriel Zúñiga, farmacéutico.

A la joven le brillaron los ojos.

–¡Ustedes vienen en ayuda de mi padre! ¡Pasen, por favor!– exclamó.

Luego dirigiéndose a la mujer que había abierto la puerta, y que no se había movido de su lado

–Imelda, por favor, tráigale algo de beber a estos caballeros.

–Sí señorita– dijo la criada, alejándose del salón.

–Por favor, tomen asiento, ¡deben venir agotados por el viaje!– les dijo a ambos.

–Muchas gracias– respondió Alfonso con su habitual sonrisa– pero no se preocupe, el viaje no fue muy largo.

–Es bueno escuchar eso– dijo la joven con una sonrisa también, agregando tras una pausa–. Yo soy Carmen Arrieta, hija única de Santiago Arrieta. Ayudo a mi padre con los asuntos de nuestro hogar y ocasionalmente con su consulta, por lo que pueden acudir a mi si necesitan algo.

–Muy amable de su parte– replicó Alfonso.

Carmen asintió con una pequeña sonrisa tras lo cual guardó silencio. Se veía un poco incómoda, como pudo notar Gabriel al mirarla de reojo. Decidió no empeorar su situación mirando el resto del salón en el que se encontraban.

No sabía de tendencias en decoración, pero le dio la impresión de que los muebles eran más sencillos de lo que había visto en casa de otros médicos, aún así, el conjunto hacía que el lugar se viera con cierta elegancia, pero sobretodo acogedor. Destacaba en una esquina un piano, que contrastaba un poco con el resto, además de lucir mucho más nuevo.

Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la criada, quien traía una bandeja con vasos dentro de los que se veía un líquido oscuro. Miró significativamente a Carmen, tras lo cual se acercó a los invitados para ofrecerles el bebestible.

–Espero lo disfruten, es mistela de murta preparada por Tránsito, nuestra cocinera– dijo Carmen.

–¡Tiene unas manos bendecidas!– contestó Alfonso tras tomar un sorbo.

–Así es, todo lo que prepara le queda exquisito.

Hubo un nuevo silencio, esta vez interrumpido por Alfonso.

 –Disculpe señorita Carmen, ¿pero toca usted el piano? Veo que tienen un espléndido ejemplar.

–Podría decirse, aunque hace un tiempo que no practico, así que he perdido algo de la soltura que tenían antes mis dedos.

Alfonso iba a comentar algo cuando sintieron el ruido del timbre.

–¡Debe ser mi papá!– dijo Carmen, con un brillo en los ojos y una sonrisa sincera, distinta de la que había mostrado antes.

Y efectivamente, en menos de un minuto apareció un hombre de mediana edad, con un pañuelo en la mano que pasaba por su frente, y seguido de la criada Imelda que traía su maleta.

–¡Vaya sorpresa! ¡Y muy agradable por cierto!– exclamó el hombre en cuanto vio a Gabriel y a Alfonso, con una voz profunda, que coincidía con su apariencia corpulenta y su alta estatura.

–Soy Santiago Arrieta, único médico del pueblo y el responsable de que estén aquí– agregó riendo, con una risa algo estruendosa, que también concordaba con su apariencia.

Tanto Alfonso como Gabriel se pusieron de pie para saludarle.

–Un gusto, don Santiago, soy Alfonso Fontecilla, sacerdote jesuita. Seré el nexo entre usted y la Compañía– dijo mientras le estrechaba la mano.

–El gusto es mío, padre– contestó Santiago, tras lo cual se puso frente a Gabriel, estirando la mano.

–Entonces, usted será nuestro nuevo farmacéutico. Espero con muchas ansías ver su trabajo– dijo con una mirada misteriosa, aunque conservando su sonrisa.

–Espero no defraudarlo, soy Gabriel Zúñiga– le respondió Gabriel mientras estrechaba su mano.

–Mucho gusto, Gabriel– respondió Santiago mirando directamente a sus ojos, como si estuviera buscando algo.

Tras concluir las presentaciones, Santiago se dirigió a Carmen.

–Carmenchita querida, ¿por qué no vas donde Tránsito para darle las indicaciones de la cena? Y de paso le mencionas que tenemos dos invitados.

–Sí papá– respondió Carmen mientras se levantaba, saliendo del lugar junto con Imelda.

El rostro de Santiago se transformó en uno más serio.

–Supongo padre que leyó el contenido de mi carta.

–Así es, don Santiago, tanto Gabriel como yo estamos al tanto de lo que está pasando aquí. Están pasando por una gran crisis sanitaria.

–Así es, pero ese no es el motivo por el que los contacté a ustedes. Si fuera una simple crisis de salud, habría recurrido a algunos colegas de la capital que podrían haberme apoyado– comenzó a pasearse por el salón –No mis estimados, aquí el problema no es la salud del pueblo, sino que el estado de corrupción que está afectando a las personas, provocando ataques a los otros a través de problemas físicos… no sé si me he explicado bien.

–Creo entenderle– dijo Gabriel, tomando por primera la vez la iniciativa en la conversación. –Pero me gustaría que fuera un poco más detallista en la sintomatología y características de las personas afectadas.

Santiago lo miró por unos segundos sin responder, tras lo cual inhaló algo de aire antes de emitir alguna palabra.

–Al principio los afectados eran miembros adultos de familias humildes, pero pronto las víctimas empezaron a ser personas con cierto grado de influencia en nuestro pueblo, sobretodo personas con algún conflicto con otro. Los síntomas inicia como cualquier cuadro gastrointestinal, vómitos, diarrea, decaimiento, anorexia; luego la persona, debilitada, cae a la cama, enflaqueciéndose a tal grado, que termina solo siendo piel y huesos, falleciendo. No menos importante es señalar que todos a quienes he atendido con este cuadro, presentan lesiones en distintas partes del cuerpo, principalmente en la espalda, lesiones que por lo anterior terminan infectándose y contribuyen a la muerte prematura del enfermo.

Gabriel cerró lo ojos por un momento, tras lo cual volvió a hablar.

–¿Podría decirme cómo son las lesiones?

–Por supuesto, son lesiones lineales… parecen rasguños de algún animal, pero no sigue el patrón de alguno que conozcamos por aquí, al menos de los domésticos.

Gabriel sonrió un poco, con una sonrisa extraña.

–Es claro lo que está ocurriendo, y si no me equivoco Santiago, usted tiene una idea no lejana a lo que en verdad sucede.

–¿Cómo..?– trató de preguntar Santiago, pero no pudo continuar.

–Disculpen que lo interrumpa, pero usted sabe que la situación es grave y debemos actuar con rapidez, pero sabiamente, es por eso que espero no nos oculte nada de lo que sepa.

Santiago estaba algo perplejo mientras miraba a Gabriel.

Gabriel volvió a sonreir, esta vez con una sonrisa sardónica.

–Permítame que sea yo quien parta siendo completamente sincero. Soy Gabriel Zúñiga Raín, farmacéutico, pero también soy un machil, un brujo arrepentido.

Imagen generada por AI via MidJourney.

Comentarios recientes
  1. Pero que buena historia!! Habría hecho los mismo!!

  2. También podría haber sido eso ajajajaj

  3. Yo pensé que el olor a quemado era alguien tostando pan 👀… 🐈

  4. Lo subiré!! Hoy mismo!! Ahí vas a cachar quién lo mandó

  5. Esperando capítulo 3… quien mandó el mensaje?

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